Gracias de Judios

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En est se caracterizan los judios

martes, 25 de mayo de 2010

en el hogar poaterno (solo para los que saben de que estoy hablando)

Considero una predestinación feliz haber nacido en la pequeña ciudad de Braunau sobre el
Inn; Braunau, situada precisamente en la frontera de esos dos Estados alemanes, cuya fusión se nos
presenta – por lo menos a nosotros los jóvenes – como un cometido vital que bién merece realizarse
a todo trance.
La Austria germana debe volver al acervo común de la patria alemana, y no por razón
alguna de índole económica. No, de ningún modo, pues, aun en el caso de que esa unión
considerada económicamente fuese indiferente o resultase incluso perjudicial, debería llevarse a
cabo, a pesar de todo. Pueblos de la misma sangre corresponden a una patria común. Mientras
el pueblo alemán no pueda reunir a sus hijos bajo un mismo Estado, carecerá de un derecho,
moralmente justificado, para aspirar a una acción de política colonial. Sólo cuando el Reich
abarcando la vida del último alemán no tenga ya la posibilidad de asegurar a éste la subsistencia,
surgirá de la necesidad del propio pueblo, la justificación moral de adquirir posesión sobre tierras en
el extranjero. El arado se convertirá entonces en espada y de las lágrimas de la guerra brotará para
la posteridad el pan cotidiano.
La pequeña población fronteriza de Braunau me parece constituir el símbolo de una gran
obra. Aun en otro sentido se yergue también hoy ese lugar como una advertencia al porvenir.
Cuando esta insignificante población fue –hace más de cien años- escenario de un trágico suceso
que conmovió a toda la nación alemana, su nombre quedó inmortalizado por los menos en los
anales de la historia de Alemania. En la época de la más terrible humillación impuesta a nuestra
patria rindió allá su vida por su adorada Alemania el librero de Nüremberg, Johannes Philipp Palm,
obstinado “nacionalista” y enemigo de los franceses1. Se había negado rotundamente a delatar a sus
cómplices, jejor dicho a los verdaderos culpables. Murió, igual que Leo Schlagetter, y como éste,
Johannes Philip Palm fue también denunciado a Francia por un funcionario. Un director de la
policía de Augsburgo cobró la triste fama de la denuncia y creó con ello el tipo que las nuevas
autoridades alemanas adoptaron bajo la égida del señor Severing2.
En esa pequeña ciudad sobre el Inn, bávara de origen, austríaca políticamente y ennoblecida
por el martirologio alemán vivieron mis padres allá por el año 1890. Mi padre era un leal y honrado
funcionario, mi madre, ocupada en los quehaceres del hogar, tuvo siempre para sus hijos invariable
y cariñosa solicitud. Poco retiene mi memoria de aquel tiempo, pues, pronto mi padre tuvo que
abandonar ese pueblo que había ganado su afecto, para ir a ocupar un nuevo puesto en Passau, es
decir, en Alemania.
En aquellos tiempos la suerte del aduanero austríaco era “peregrinar” a menudo; de ahí que
mi padre tuviera que pasar a Linz, donde acabó por jubilarse. Ciertamente que esto no debió
significar un descanso para el anciano. Mi padre, hijo de un simple y pobre campesino, no había
podido resignarse en su juventud a quedar en la casa paterna. No tenía todavía trece años, cuando
lió su morral y se marchó del terruño. Iba a Viena, desoyendo el consejo de aldeanos de
experiencia, para aprender allí un oficio. Ocurría esto el año 50 del pasado siglo. ¡Grave resolución
la de lanzarse en busca de lo desconocido sólo provisto de tres florines! Pero cuando el adolescente
cumplía los diez y siete años y había realizado ya su examen de oficial de taller para llegar a ser
“algo mejor”. Si cuando niño, en la aldea, le parecía el señor cura la expresión de lo más alto que

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