Gracias de Judios

Gracias de Judios
En est se caracterizan los judios

martes, 25 de mayo de 2010

2

humanamente podía alcanzarse, ahora –dentro de su esfera enormemente ampliada por la gran urbelo
era el funcionario público. Con la tenacidad propia de un hombre, ya casi envejecido en la
adolescencia por las penalidades de la vida, se aferró el muchacho a su resolución de llegar a ser
funcionario y lo fue. Creo que poco después de cumplir los 23 años, consiguió su propósito.
Cuando finalmente a la edad de 56 años se jubiló, no habría podido conformarse a vivir
como un desocupado. Y he ahí que en los alrededores de la población austríaca de Lambach,
adquirió una pequeña propiedad agrícola; la administró personalmente y así volvió después de una
larga y trabajosa vida a la actividad originaria de sus mayores.
Fue sin duda en aquella época cuando forjé mis primeros ideales. Mis ajetreos infantiles al
aire libre, el largo camino a la escuela y la camaradería que mantenía con muchachos robustos, que
era frecuentemente motivo de hondos cuidados para mi madre, pudieron haber hecho de mí
cualquier cosa menos un poltrón.
Si bien por entonces no me preocupaba seriamente la idea de mi profesión futura, sabía en
cambio que mis simpatías no se inclinaban en modo alguno a la carrera de mi padre. Creo que ya
entonces mis dotes oratorias se ejercitaban en altercados más o menos violentes con mis
condiscípulos. Me había hecho un pequeño caudillo que aprendía bien y con facilidad en la escuela,
pero que se dejaba tratar difícilmente.
En el estante de libros de mi padre encontré diversas obras militares, entre ellas una edición
popular de la guerra franco-prusiana de 1870-71. Se trataba de dos tomos de una revista ilustrada de
aquella época e hice de ellos mi lectura predilecta. Desde entonces me entusiasmó cada vez más
todo aquello que tenía alguna relación con la guerra o con la vida militar.
Pero también en otro sentido debió esto tener significación para mí. Por primera vez -aunque
en forma poco precisa- surgió en mi mente el interrogante de si realmente existía y, caso de existir,
cuál podría ser, la diferencia entre los alemanes que combatieron en la guerra del 70 y los otros
alemanes –los austríacos-. Me preguntaba ¿por qué Austria no tomó también parte en esa guerra al
lado de Alemania? ¿Acaso no somos todos lo mismo?, me decía yo. Este problema comenzó a
preocupar mi mente juvenil. A mis cautelosas preguntas debí oír con íntima emulación la respuesta
de que no todo alemán tenía la suerte de pertenecer al Reich de Bismark.
Esto era para mi inexplicable
*
**
Se había decidido que estudiase.
Por primera vez en mi vida, cuando apenas contaba once años, debí oponerme a mi padre. Si
él en su propósito de realizar los planes que había previsto, era inflexible, no menos implacable y
porfiado era su hijo para rechazar una idea que nada o poco le agradaba.
¡ Yo no quería llegar a ser funcionario!.
Aun hoy mismo no me explico como un buen día me di cuenta de que tenía vocación para la
pintura. Mi talento para el dibujo se hallaba tan fuera de duda, que fue uno de los motivos que
indujeron a mi padre a inscribirme en un colegio de enseñanza secundaria; pero jamás con el
propósito de permitirme una preparación profesional en ese sentido.
Mis certificados escolares de aquella época registraban calificaciones extremas, según la
materia de mi afición. Mis mejores notas correspondían al ramo de geografía y aún más todavía al
de historia universal; en estos ramos predilectos era yo el sobresaliente en mi clase.
Cuando ahora, después de transcurridos tantos años, hago un balance retrospectivo de
aquella época, dos hechos resaltan como los más importantes:
1º ME HICE NACIONALISTA.
2º APRENDÍ A COMPRENDER Y A APRECIAR LA HISTORIA EN SU
VERDADERO SENTIDO.
La antigua Austria era un Estado de nacionalidades diversas.
En realidad –por lo menos en aquel tiempo- un súbdito alemán del Reich no penetraba la
significación que este hecho tenía para la vida cotidiana del individuo bajo la égida de un Estado
semejante. Al tratarse del elemento austroalemán, solíase confundir con suma facilidad la dinastía
degenerada de los Habsburgo con el núcleo sano del pueblo mismo.
La generalidad no se daba cuenta de que si en Austria no hubiese existido un núcleo alemán
de sangre pura, jamás habría tenido el germanismo la energía suficiente para imprimirle su sello a
un Estado de 52 millones de habitantes de diverso origen, y esto en un grado de influencia tan
grande, que en Alemania mismo llegó a formarse el errado concepto de que Austria era un Estado
Alemán. Un absurdo de graves consecuencias, pero al mismo tiempo un brillante testimonio para
los 10 millones de alemanes que habitaban en la Marca del Este. En Alemania, sólo muy pocos
sabían de la eterna lucha por el idioma, por la escuela alemana y por el carácter alemán. Como en
toda lucha (en todas partes y en todos los tiempos), también en la pugna por la lengua que existía en
la antigua Austria, habían tres sectores; los beligerantes, los indiferentes y los traidores. Claro
está que yo entonces no me contaba entre los indiferentes y pronto debí convertirme en un fanático
nacionalista alemán.
Esta evolución en mi modo de sentir hizo muy rápidos progresos, de tal manera que ya a la
edad de quince años puede comprender la diferencia entre el “patriotismo” dinástico y el
“nacionalismo” popular y desde aquel momento sólo el segundo existió para mí.
¿Acaso no sabíamos ya desde la adolescencia que el Estado austríaco no tenía ni podía tener
afección hacía nosotros, los alemanes? La experiencia diaria confirmaba la realidad histórica de la
acción de los Habsburgo. En el Norte y en el Sur, el veneno de las razas extrañas carcomía el
organismo de nuestra nacionalidad y hasta la misma Viena fue visiblemente convirtiéndose, cada
vez más, en un centro anti-alemán. La casa de los Habsburgo tendía por todos los medios a una
chequización y fue la mano de la diosa de la Justicia eterna y de la ley de compensación inexorable
la que hizo que el enemigo más encarnizado del germanismo en Austria, el Archiduque Francisco
Fernando, cayera precisamente bajo el plomo que él mismo ayudó a fundir. Francisco Fernando era
nada menos que el símbolo de la tendencia ejercitada desde el mando para lograr la eslavización de
Austria.
En la desgraciada alianza del joven Imperio alemán con el ilusorio Estado austríaco, radicó
el germen de la guerra mundial y también de la ruina.
A lo largo de este libro, habré de ocuparme con detenimiento del problema, Por ahora,
bastará establecer que ya en mi primera juventud había llegado a una convicción que después jamás
deseché y que más bien se ahondó con el tiempo: era la convicción de que la seguridad inherente a
la vida del germanismo suponía la destrucción de Austria y que, además, el sentir nacional no
coincidía en nada con el patriotismo dinástico, finalmente, que la Casa de los Habsburgo estaba
predestinada a hacer la desgracia de la nación alemana.
Ya entonces deduje las consecuencias de aquella experiencia: amor ardiente para mi patria
austro-alemana y odio profundo contra el Estado austríaco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario